jueves, 21 de enero de 2010

LEYENDA DEL REY MONO V PARTE.

LA LLEGADA

Siguieron viajando durante catorce años y vivieron ochenta aventuras peligrosas, y al final llegaron a divisar las Tierras Occidentales. Allí todo era distinto de los demás lugares que habían visto: el suelo estaba alfombrado de flores y verde hierba, y la gente que vivía allí obedecía las leyes de Buda. Salió a recibirles un dios que les condujo a la Montaña del Alma, donde vivía el propio Buda, y donde tenía las escrituras.

Veían ya a lo lejos la montaña cuando llegaron a un río tumultuoso cruzado solamente por una estrecha tabla de madera. Mono, sin pensar siquiera en el peligro, anduvo de un lado a otro repetidas veces, pero Tripitaka estaba muy asustado porque n sabía nadar. Entonces llegó una barca conducida por un dios que les daba la bienvenida.
- Vamos, subid a mi barca; aunque en el centro no tiene fondo, no hay peligro, las olas no pueden con ella.

Como Tripitaka vacilara, Mono le dio un empujón que le lanzó directamente al centro sin fondo de la barca. Por suerte el dios lo sacó a flote y, medio muerto, lo sentó a un lado y se puso a remar para alcanzar la otra orilla. Mientras avanzaban, Tripitaka vio aterrado un cadáver flotando en el agua. Mono sonrió y le dijo:
- No te asustes, maestro, es tu cuerpo que está en el río.
Puerco y Arenoso batieron palmas diciendo:
- ¡Ese eras tú!
Y el dios añadió:
- Ese eras tú. ¡Enhorabuena!
Entonces Tripitaka se dio cuenta de que había dejado su cuerpo terreno y que el viaje estaba a punto de terminar.

Pronto llegaron a la Montaña del Alma, donde les condujeron ante Buda. Una vez ante él, se postraron, y recibieron la bendición, después de lo cual, Buda los envió con dos de sus acólitos al almacén en busca de las escrituras. Allí, sin embargo, los acólitos les preguntaron qué habían llevado para pagar las escrituras. Ellos, por supuesto, no tenían nada y Mono se indignó sospechando que les pedían una buena propina. De todos modos les dieron las escrituras, llamadas sutras, y ellos emprendieron le largo viaje de regreso al este.

No habían caminado un gran trecho cuando se levantó un fuerte viento que arrancó los rollos de sus manos y los esparció por el suelo. Rápidamente se pusieron a recogerlos y Mono se dio cuenta de que no había nada escrito.

Esto no puede ser, maestro –dijo-; tenemos que regresar a ver a Buda y que nos solucione el problema.

De modo que desanduvieron el camino recorrido, para diversión de los porteros. Mono se dirigió a Buda, indignado, pero éste sonrió y le dijo:
- Las escrituras no se pueden dar si no es a cambio de algo. Tenéis que estar dispuestos a pagar por una cosa de tal valor que salvará vuestra alma, e impedirá que vuestros descendientes sean más pobres que vosotros espiritualmente. Como no tenéis dinero, os dieron rollos blancos, los sutra sin palabras. Aunque no lo sabéis, los sutra sin palabras tienen tanto valor como los que están escritos. Sin embargo, imagino que vosotros, ente del este, no tenéis cabeza suficiente para comprenderlo. Afortunadamente no se os permitió ir muy lejos con algo que no podéis utilizar, y ahora se os dará lo que necesitáis.

Esta vez Tripitaka ofreció su cuenco de mendigo y fue aceptado. Mono repasó todos los sutras para comprobar que eran los que realmente querían y se dispusieron a partir de nuevo. Entonces la diosa de la misericordia intercedió por ellos y así, en vez de recorrer todo el camino por tierra, regresaron cómodamente en una nube engendrada por uno de los guardias de oro de los dioses.

Mientras tanto, Buda repasaba toda la peregrinación de Tripitaka y los ochenta peligros que habían afrontado y dijo:
- Nuestro número sagrado es nueve veces nueve, es decir ochenta y uno; deben vivir aún otra aventura para alcanzar el número.
Y envió un mensaje al guarda de oro, que inmediatamente los dejó caer de la nube.
Tripitaka y los suyos se encontraron de pronto en la tierra, en un lugar que Mono reconoció inmediatamente.
- Es el río que atravesamos a lomos de la tortuga blanca, y aquí está ella –dijo.
La tortuga, en efecto, asomaba entre las aguas y les ofrecía llevarlos de nuevo al otro lado del río como hiciera cuando pasaron en su camino de ida.
- Ve con cuidado, tortuga, llevas una preciosa carga –le dijo Mono.
- ¿Le preguntaste a Buda cuántos años me quedan por vivir bajo esta forma?

Tripitaka, con todo el jaleo, se había olvidado completamente de aquel encargo que ella le hiciera y la tortuga, enfadada, los dejó caer al agua. Por suerte Tripitaka había perdido su cuerpo terreno y pudo nadar y todos llegaron a la orilla sin perder los sutras. Con la ayuda de la gente del pueblo pusieron entonces a secar las escrituras, y al día siguiente, cuando se disponían a seguir camino de China andando, una nube los barrió y se los llevó a toda velocidad surcando los aires.

Durante todo este tiempo, en los templos de Chang’an, los sacerdotes oraban diariamente por su feliz regreso. Un día se dieron cuenta de que aunque no había viento, las ramas de los árboles apuntaban todas hacia el oeste. Un monje anciano leyó aquel signo y preparó la bienvenida para los peregrinos. Los recibieron con una gran ceremonia a la que asistió el emperador para darles personalmente las gracias.

Cuando los sutras quedaron depositados solemnemente en un santuario adecuado, el guarda de oro se llevó de nuevo a los peregrinos a la Montaña del Alma y los dejó en presencia de Buda.
- Vuestra peregrinación ha terminado –dijo éste-. Tu misión está cumplida y tus discípulos han expiado los pecados que cometieron. Tú, Tripitaka, te quedarás aquí, a mi lado, convertido en dios. Aunque no lo sabes, una vez fuiste mi discípulo, pero eras orgulloso y no querías atender a razones. Para castigarte te envié a hacer esta peregrinación. Ahora puedes volver al lugar que te pertenece. Tú, Sun, el Iluminado, recibe también mi perdón. Por tus buenos actos y la fidelidad a tu maestro, te convierto en dios con el nombre de Victorioso en Batalla. En cuanto a ti, Puerco de las Ocho Abstinencias, te convierto en acólito, Limpiador Jefe del Altar. Puerco protestó, pues creía merecer algo mejor>
- A todos los conviertes en dioses, ¿por qué no a mi?
Buda le hizo observar entonces que su apariencia era aún muy sórdida y que comía demasiado. De todos modos, le dijo, podría comer las ofrendas de todos los altares dedicados a él.
- Arenoso –añadió-, a ti te elevo a la categoría de Arhat, compañero de Buda. Y tú, Caballo, puedes regresar con tu padre al océano Occidental: ya te he perdonado tu desobediencia.

Al punto, el caballo recuperó su forma de dragón y se fue nadando. Los demás ocuparon sus puestos como dioses, arhats y acólitos, mientras en el cielo no dejaba de oírse la melodía de la recitación de los sutras.

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