jueves, 21 de enero de 2010

LEYENDA DEL REY MONO II PARTE.

CONFUSION EN EL CIELO

Mono pasó veinte años con el maestro Subodhi aprendiendo el Camino de la vida eterna. El maestro le enseñó además muchas otras cosas, trucos como, por ejemplo, el “trapecio de nubes”, que consistía en dar grandes saltos en el aire de modo que podía recorrer miles de li en un instante, y la capacidad de adoptar formas diversas.

Cuando regresó a la Montaña de las Flores y los Frutos descubrió que un monstruo diabólico había tomado posesión de la Gruta de la Cortina, que se hallaba detrás de la cascada, donde solían vivir los simios, y lo primero que tuvo que hacer fue luchar con él y derrotarlo para que los monos pudieran volver a vivir allí felices. Después de la lucha se dio cuenta de que necesitaba un arma y con este motivo visitó al rey dragón del mar Oriental, llevándose, contra su voluntad, un mágico pilar de hierro que había servido de poste para sostener el dique de Yü, el que controla las inundaciones. Este pilar tenía la virtud de cambiar de tamaño según la voluntad de su dueño, de modo que podía ser como una maza para pelear cuerpo a cuerpo o como una aguja de bordar que Mono llevaba detrás de la oreja.

Mono regresó a su montaña con el pilar. Un día, mientras estaba comiendo y bebiendo con su tribu, vio llegar a dos hombres de rostro tétrico con cuna orden que llevaba su nombre. Llegaban para echarle una cuerda alrededor del cuello y llevarse su alma a los infiernos. En vano protestó Mono diciendo que él había aprendido el Camino de la vida eterna; aquellos hombres no hicieron más que apretar más fuertemente la cuerda. Mono se retorció y retorció hasta lograr liberarse y entonces, echando mano del pilar del tamaño de una aguja que llevaba detrás de la oreja, sopló sobre él hasta que éste alcanzó el tamaño de un garrote y empezó a dar golpes hasta que los dos hombres estuvieron en el suelo fuera de combate. Después, haciendo girar la maza, se dirigió hacia los infiernos. Los guardas huyeron asustados, y los demás encargados se escondieron, mientras diez jueces de la corte de los infiernos, que habían salido al oír el alboroto, intentaban aplacar a Mono.
- Traedme el registro de los muertos –gruñó- o probaréis mi porra.
Rápidamente le llevaron el registro, que contenía muchos nombres de simios y vio el suyo: “Alma número 1735, Sun el Iluminado: 342 años, muerte pacífica.”
- No me importan los años. Yo no estoy en este registro –gritó. Y tomando un pincel de escribir borró de una pincelada su nombre, ala vez que tachaba los de todos los demás monos. Ahora ya no tendréis poder sobre mi –dijo.
Al regresar a casa tropezó con un montículo de hierba y se despertó de un sobresalto.
- Nuestro rey se ha echado un buen sueño –decían los otros monos.
Pero él sabía que no se trataba de un sueño y estaba contento de haber borrado su nombre y el de los monos de su tribu del registro de los muertos, y que el rey Yama no tuviera ya poder sobre ellos.

Mientras tanto, en el cielo, el dios taoísta más poderoso, el Emperador de Jade, recibía protestas de todas partes respecto a la conducta de Mono. El rey dragón del mar Oriental decía que él se había llevado el pilar de hierro de Yü; el rey de los infiernos se quejaba de que había interferido en su jurisdicción . El Emperador de Jade suspiró y preguntó cuál de los dioses estaba dispuesto a vérselas con el molesto mono. El dios de la Estrella de Oro (es decir del planeta Venus) se prestó a llevar a Mono al cielo y ofrecerle un puestecillo en la administración para poder tenerlo siempre bajo control.

Mono estuvo encantado de lo que pensó era un alto cargo celestial, pues lo nombraron mariscal de los Caballos Celestes. Aquel trabajo era muy adecuado para él, pues los escuderos se ocupaban de los caballos y él podía pasar el tiempo comiendo y bebiendo. Pasadas dos semanas, sus colegas le ofrecieron un banquete, y mientras se hallaban sentados a la mesa, Mono preguntó, como quien no quiere la cosa, cuál sería su salario y cuál era exactamente el grado de su puesto.
- ¡Oh, no te van a pagar nada! –le dijeron-. Tu cargo no es tan alto como para pertenecer a ningún grado.

Mono se puso furioso: había creído que estaba a la altura de cualquier divinidad y sintió que le habían tomado el pelo ofreciéndole aquel puesto tan bajo. De una patada hizo volar la mesa y bramando de cólera regresó a su casa.

El Emperador de Jade, indignado por la conducta de Mono, envió unos guardias a la Gruta de la Cortina para que lo cogieran prisionero. Pero él los derrotó a todos, incluso al dios Nocha, con sus brazos giratorios con aspas, que huyó con la espalda quebrada. El Emperador de Jade se sintió perdido hasta que de nuevo el dios de la Estrella de Oro sugirió una solución: había de atraer a Mono hacia los cielos, esta vez con un título importante como “Gran Sabio, igual al Cielo” (sin responsabilidad alguna) y con promesas de una vida llena de placeres.

Por su puesto, Mono se dejó convencer y regresó al cielo triunfante. Esta vez todavía lo pasó mejor sin hacer nada más que comer, beber, dormir y andar de parranda con sus amigos. El Emperador de Jade, sin embargo, pronto estuvo harto de tanta ociosidad y futileza y le asignó el cargo de guardián de los Melocotones Inmortales. Era este el huerto donde crecían los melocotoneros que daban fruto una vez cada seis mil años, y que conferían la inmortalidad a aquel que los comiese.

Mono estuvo encantado de tener semejante tarea y la llevó a cabo muy seriamente. Sucedió, sin embargo, que los melocotones empezaban a madurar y, aunque él sabía muy bien que no le estaba permitido probarlos, ansiaba ardientemente probar aquella hermosa fruta. Al final, echó a los jardineros del huerto, se quitó la ropa y trepó a uno de los árboles. Escondido entre las hojas comió algunos melocotones y los encontró tan deliciosos que siguió haciéndolo una y otra vez.

Mientras tanto, la reina madre del Oeste preparaba la fiesta de los melocotones para que los dioses pudieran renovar su inmortalidad, y envió a sus doncellas al huerto en busca de los frutos. Cuando las muchachas llegaron se quedaron asombradas al encontrar muy pocos melocotones maduros. Una de ellas, al final, encontró uno de color perfecto y tiró de la rama del árbol para arrancarlo, sin darse cuenta de que Mono estaba allí durmiendo. El movimiento de la rama los despertó y se indignó enormemente de que le pescaran echando un sueñecito. Las muchachas le suplicaron de rodillas que las perdonara, ya que solamente estaban preparando el banquete de la reina madre del Oeste.
- Un banquete –dijo él-, ¿y se puede saber si he sido invitado?
Cuando las muchachas le dijeron que su nombre no estaba en la lista, se encolerizó de nuevo, pronunció un hechizo de modo que ellas quedaran inmóviles durante unas horas, y fue a ver cómo estaban las cosas.

Por todas partes se hacían preparativos para la fiesta. Se hacía vino de jugo de jade y jaspe y olía tan bien que Mono, con unas palabras mágicas, hizo que los guardas se quedaran dormidos y se bebió gran parte de las existencias, comiendo, además, muchos platos que estaban ya preparados. Medio borracho siguió su camino, encontrándose de pronto en el palacio de Laozi, el santo taoísta que escribió el Tao Te Ching. Laozi estaba en su laboratorio preparando con sus sirvientes el filtro de la inmortalidad, que era su contribución al banquete. Parte del filtro ya estaba terminado y se hallaba dentro de cinco calabazas que estaban en el suelo. Cuando el laboratorio se quedó vacío, Mono entró, y sin poder resistir la curiosidad, dio vuelta a las calabazas, las vació y probó el filtro.

Al poco rato los efectos del vino de jade y jaspe desaparecieron y Mono se dio cuenta de que se había portado muy mal, así que puso pies en polvorosa y se precipitó a regresar a la Gruta de la Cortina. Los ejércitos del cielo se lanzaron en su persecución y tuvo lugar una gran batalla, a pesar de lo cual nadie logró derrotar a Mono. Una de las deidades que visitó al Emperador de Jade para interesarse por el futuro banquete fue Bodhissatva Guanyin, la diosa de la misericordia. El Emperador de Jade le contó el desastre que el mono había causado, y ella le sugirió que enviara llamar a su sobrino Erlang, único dios suficientemente fuerte como para vencer a Mono. Y así fue: después de una larga lucha, Erlang se hizo con el animal, lo ató de pies y manos y se lo llevó al cielo.

Laozi propuso que lo mataran quemándolo con el crisol donde él preparaba los filtros. Los dioses lo encerraron allí, pero tras haber comido tantos melocotones y bebido los preparados del santo taoísta, Mono estaba más firme que nunca en el camino de la inmortalidad. De modo que, cuando los dioses abrieron la puerta para constatar su muerte, él, que apenas se había chamuscado algo de pelo y que por el contrario había redoblado sus fuerzas, saltó sobre ellos, garrote en la mano, y prosiguió la lucha con más fiereza que antes.

Entonces, el mismo Buda acudió a ver cuál era el motivo de aquella conmoción y se rió de las bufonadas de Mono, y tomándolo en la inmensa palma de su mano, le dijo:
- Si puedes saltar fuera de la palma de mi mano, gobernarás todo el universo. Si no lo logras, regresarás a la tierra donde pagarás por todo lo que has hecho, antes de poder alcanzar la inmortalidad.

Mono pensó que era muy fácil saltar fuera de la mano de Buda, ya que le parecía que no medía más de un zhang, y él era capaz de pegar un brinco de más de diecisiete mil li. Así que después de dar unas vueltas para reunir energía dio un salto y se encontró delante de cinco pilares. Para probar que había estado allí se arrancó un pelo, lo convirtió en un pincel y escribió su nombre en uno de los pilares: “Gran sabio, igual al Cielo, estuvo aquí.” Luego orinó debajo del pilar y regresó muy satisfecho.
- He estado en el fin del mundo –dijo a Buda envaneciéndose de su proeza.
- ¡Qué tontería! –le dijo Buda-, no te has movido de la palma de mi mano. Si quieres mira tu escritura en mi dedo.

Mono miró, vio su caligrafía y comprendió que los cinco pilares rojos no eran otra cosa que los dedos de Buda. Dándose cuenta de que nunca podría vencerle, intentó huir, pero la mano de Buda se cerró sobre él. Los cinco dedos se convirtieron en los cinco elementos(tierra, aire, fuego, agua y madera), creándose una montaña en cuyo seno Mono quedó perfectamente aprisionado. Buda, además, puso un sello con palabras mágicas sobre la grieta por donde el prisionero intentaba sacar la cabeza, y las palabras decían: “Quédate aquí hasta que hayas expiado tus pecados. Cuando esto haya sucedido, alguien vendrá a rescatarte.” Y Mono se tuvo que quedar allí.

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